CAPITULO COMPLETO
CAPITULO I
Todo era extraño aquella mañana. El despertador no había sonado a su hora, así que volvería a llegar tarde a clase. Me levanté presuroso y llegué a la cocina. Miré el reloj y… ¡Dios mío!, ¡las nueve menos cinco! Entonces, volví a mi habitación y llamé a mi madre pero no estaba en casa. Esto empezaba a complicarse, ¿dónde estará? Ella no se marchaba a trabajar hasta que yo no me acababa el desayuno. No había tiempo para más, así es que sin más demora cogí las llaves, el chaquetón y salí como una bala escaleras abajo, no sin antes dar un gran portazo que seguramente acabaría por despertar a los vecinos, bueno, a los pocos que quedasen durmiendo a esas horas de la mañana .
Lo mejor estaba por suceder. Conforme corría calle abajo hacia el colegio, me iba frotando los ojos para intentar desprenderme del sueño que aún me invadía. Mi cabeza no estaba para muchas ocupaciones, solamente recordaba que cumpliría mi cuarta amonestación por impuntualidad si sonaba el timbre y no estaba en la fila. Don Rafael ya me había advertido que no me quedaban más oportunidades. Todo estaba en contra y el tiempo infalible reducía mis opciones de salvación.
Una especie de cosquilleo subía por mi barriga como si un batallón de hormigas se colase por mi jersey. Extenuado, llegué a las puertas del colegio y, erguido con mi cartera en los hombros, descubrí que no había puertas. ¬¬
¡Esto qué es!, exclamé a voz en grito. ¡No hay puertas! ¡No hay colegio! ¡No hay nada! ¡Está vacío! No daba crédito a lo que estaba viendo, cómo si la tierra se lo hubiera tragado. Toda la calle estaba completamente desierta. ¡Un gran solar se extendía en la calle de mi colegio!
No sabía que hacer, volví la vista atrás y no contemplé nada que me permitiera sacar conclusiones. Al principio, me pellizqué creyendo que estaba todavía dormido, retozando placidamente en mi cama; sin embargo, todo estaba igual que siempre salvo el colegio, ahora convertido en un gran solar. De lejos, pude reconocer la figura de alguien conocido, era el profesor de Plástica que caminaba tranquilamente por la otra acera.
-¡Eh, Don Rodrigo!- le grité con una mezcla de alegría (por fin alguien conocido) y temor pues no sabía si estaba empanao o todo lo que veía estaba sucediendo de verdad.
El profesor se acercó hacia mí diciendo:
-¿Buenos días Señor Villar? ¿Qué tal está? Su cortesía me sorprendió, eran las nueve y diez por mi reloj, se supone que debería estar en clase, entregando la ficha de lectura del último libro que mandó mi tutor que, por cierto, vaya aburrimiento de libro, pero como es obligatorio… Aunque de él y de todo eso hablaremos más adelante.
-Don Rodrigo -volví a insistir algo contrariado por no recibir recriminación alguna por mi impuntualidad.
-Dígame señor Villar -contestó el profesor de Plástica.
-Creo que estoy mareado, o algo por el estilo, porque no encuentro el colegio por ningún lado, y la calle está completamente desierta, ¿cómo es posible?
Don Rodrigo echó a reír escandalosamente, con cierto aire de satisfacción y una gran sonrisa dispuso:
-¿Con que esas tenemos? Señor Villar veo que es un gran alumno. Ojalá muchos compañeros suyos aprendan de usted y sean tan aplicados.
-¿Cómo? ¡No entiendo nada! -contesté algo malhumorado, era como si Don Rodrigo supiese todo lo que estaba ocurriendo pero no quisiera desvelarme nada.
-Tranquilo muchacho, yo no soy nadie para colgarme medallas, la escuela es una camino para la vida, nosotros intentamos prepararos, pero cada uno en su parcela, no es decoroso inmiscuirse en el trabajo de un compañero.
Sus palabras me sonaron a sermón de los buenos días de mi tutor, encima con lo temprano que era, ¡madre mía! no sabía si irme a mi casa, si llamar a mis padres o yo que sé.
-Don Rodrigo, no entiendo nada, usted me habla de la escuela, del colegio, de los compañeros, de la vida, pero yo sólo sé que he venido al colegio como cualquier otro día y aquí no hay nadie. ¿Dónde están todos? -le pregunté, ya bastante mosqueado, sobre todo por el silencio, la soledad de la calle y el desconcierto que tenía.
-Señor Villar -pronunció con voz muy grave- debe aprender a leer la vida, a comprender más allá de las palabras. Si no consigue descubrir mundos nuevos, estará perdido. Hoy comienza para usted una gran aventura, se acabaron las notas y los minuteros. No se detenga, márchese, yo no puedo ayudarle, no es mi cometido, busque su camino y no lo olvide: sólo existirá lo que comprenda, sólo comprenderá si aprende a leer la vida.
Después de esa última frase se marchó apresuradamente, algo raro para tratarse de Don Rodrigo, él siempre tan cortés y educado. Cruzó la calle sin más y se perdió de mi vista. Me quedé solo, con sus últimas palabras en mi memoria: “sólo existirá lo que comprenda, sólo comprenderá si aprende a leer la vida”, ¿qué querría decir aquello? ¡Vaya numerito! Para una persona que me encuentro… y se marcha dejándome aquí con unas frasecitas bonitas y poco más.
No sabía que hacer y me acerqué a los portales de los pisos de frente del colegio donde vivía una compañera amiga mía. Su madre seguramente estaría en casa. Toqué al portero y nadie contestó, entonces, me empecé a poner más nervioso y llamé a todos los porterillos de ese bloque y de los colindantes pero nada. Esto empezaba a tomar mala pinta.
Soy un chico con recursos, o eso dicen mis padres, así que vacíe la parte pequeña de la cartera y saqué un euro que tenía guardado para comprarme medio bocadillo de atún con tomate en el recreo. Así, me dirigí a la cabina que hay cerca de la tienda de chucherías y marqué el teléfono del trabajo de mi madre. “¡Piiiiiii, piiiiii!...” A la tercera, alguien me atendió.
¡Por favor, por favor puede pasarme con…! Antes de decir el nombre de mi madre, descubrí, para mi decepción, que se trataba de un contestador automático que decía algo así como: “disculpe, por motivos ajenos a esta empresa, el servicio telefónico estará suspendido durante una semana, si quiere puede dirigirse personalmente a nuestras oficinas que estaremos a su disposición…bla, bla, bla”. Antes de que acabara el cacharro ese de soltar su parrafada colgué el teléfono que, por cierto, ya se había chupado 20 céntimos.
La segunda opción era mi padre. Estaba de viaje pero siempre tenía el móvil encendido. Probé fortuna pero… ¡fufff! ¡Para llamar a un móvil se necesitan mínimo 90 céntimos! (eso ponía en el teléfono de la cabina). Entonces, abrí la cartera nuevamente y busqué desesperadamente dentro, a ver si por casualidad podía encontrar los 10 céntimos que me faltaban para realizar la llamada.
¡Bieeen! ¡El estuche de lata! ¡Bravo! Mi estuche de lata, que en tantas ocasiones había sido víctima de mi nerviosismo, causante de que me pusieran de pie en clase al golpearlo sin intención, (otras veces con intención lo reconozco) cayéndose al suelo e irritando al personal, especialmente a mi tutor. Mi fiel acompañante de fatigas escolares, hoy me salvaba la vida, o sea creía yo.
Cogí los diez céntimos del estuche, los deposité en la cabina y marqué el número de mi padre. “Piiii, Piiii, Piii”…“ El teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura en este momento, por favor, inténtelo de nuevo más tarde” ¡Oh no! ¡Ahora esto! Bueno, seguramente estará pasando por un lugar donde no hay buena cobertura, pensé, y volví a intentarlo a los dos minutos y a los cinco, pero nada.
Tras mi desesperación colgué el teléfono y caminé cabizbajo y pensativo intentando columbrar cual sería el siguiente paso a tomar. No me quedaban más opciones porque mis abuelos paternos habían fallecido antes de que yo naciera y mis abuelos maternos estaban de viaje fuera de España gracias a las artimañas de mi padre y mi abuela, los artífices que convencieron a mi abuelo para disfrutar de un crucero por las Islas Griegas.
Por mi cabeza iban y venían multitud de ideas, pero una frase rondaba desde hacia rato dentro de mí. No era otra que la frase de Don Rodrigo: “sólo existirá lo que comprenda, sólo comprenderá si aprende a leer la vida”..CONTINUARÁ...
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