CAPITULO III
Después de un ratillo cavilando, intentando discernir qué camino tomar, probé fortuna acercándome al solar. Quizá allí encontraría razones que pudieran hacerme entender esa extraña situación que estaba aconteciendo. Me asaltaban las dudas y las preguntas seguían en el aire. ¿Qué hago yo aquí perdido? ¿Por qué no hay nadie a mí alrededor?
Fijé la vista hacia el solar y comencé a aproximarme hacia allí con paso diligente y sin nada que perder. El desconcierto poco a poco lo iba dejando atrás con mis pisadas. Mi paso era firme y decidido y mi cuerpo experimentaba una sensación agradable; me sentía valiente, importante. Yo y sólo yo podía resolver esta situación. Había que tomar cartas en el asunto.
Quizá fuese un gran momento para sacar a relucir ese desparpajo y facilidad que, según mis padres, tenía para salir de los problemas, me decía a mí mismo. Ni corto ni perezoso llegué al final del solar, esa parte debía ser el campo de fútbol de mi colegio.
Ese lugar, donde tantos partidos habíamos jugado todos mis compañeros, fuente de riñas, risas, anécdotas, chistes, juegos… ¡Cómo olvidarme de los recreos llenos de pasión futbolística, ligas tan disputadas como la que esta semana comenzó en el albero, organizadas por nuestro profesor de Religión!
En mi clase siempre hablábamos antes del recreo dos o tres minutos antes de salir y nuestro tutor nos advertía claramente:
-Al mínimo incidente, discusión o pelea entre vosotros o con los compañeros de otro curso, inmediatamente expulsados, eliminados de la liga, ¿Os queda claro?-advertía.
-Sí -contestábamos a voz en grito al unísono toda la clase.
-Y nada de entradas feas –solía repetir el tutor.
-Vale, vale -respondíamos todos refunfuñando un poco.
Ya resultaban repetitivas las advertencias, aunque no estaban de más porque a veces algunos no conseguían hacer caso, les perdía la tensión y terminaban gritándole al compañero:
-¡Pasa, pasa la pelota, no chupes más! ¡Pues… yo voy a hacer lo mismo!
Estas expresiones eran muy utilizadas entre nosotros, aunque últimamente parece que jugábamos con mayor compañerismo. Pues sí, ese magnífico campo de juego quedaba reducido a una superficie de cemento. Ni siquiera quedaban esos plátanos de sombra en sus alrededores, los cuáles hacían las veces de porterías, era impresionante, me costaba trabajo aceptarlo. Miré hacia el lugar donde siempre ubicábamos la portería y cual fue mi sorpresa al descubrir un cartel tirado en el suelo, al fondo del muro lateral. Estaba sucio, como si llevase allí mucho tiempo. Aceleré el paso y me dispuse a leer inquieto lo que venía escrito en el texto: “El camino de regreso se encuentra sobre tus propias pisadas, las auténticas respuestas permanecen en tu cabeza, hay que disponerse a ordenarlas”.
No había nada más, ¡no tenía nada más! Ahora si que estaba aturdido, desorientado, no sabía que pensar, no sabía que hacer. Cogí el trozo de papel del suelo, me lo acerqué nuevamente a mi cara y volví a leerlo, como si buscase alguna palabra más que me ayudase a saber que significaba todo esto.
Primero Don Rodrigo, luego mis padres, después mis abuelos, nadie conseguía salvarme de esta papeleta. De la noche a la mañana mi vida había dado un giro de ciento ochenta grados y mis preocupaciones hace unas horas no eran otras que entregar la ficha de lectura que había mandado Don Ricardo y ganar el partido contra uno de los quintos.
Estaba visto que de ahí no salía si yo no buscaba la solución. Se acababan todos mis recursos, ya empezaba a cansarme, había transcurrido más de una hora desde el último encuentro que tuve con una persona.
No estaba acostumbrado a tanta soledad, normalmente siempre me gusta estar rodeado de gente, y sino escuchando música o viendo la televisión.
Entre el agobio y la desesperación me estaba poniendo de mala leche, volví a mirar el papel: “el camino de regreso se encuentra sobre tus propias pisadas, las auténticas respuestas permanecen en tu cabeza, hay que disponerse a ordenarlas”.
¿Qué será el camino? ¿Qué querrá decir?, me preguntaba intrigado. Parecía una adivinanza, un juego de esos raros o algo así, ¡ya ves!, yo que de esas cosas siempre he pasado, ni me han gustado, ni le he puesto interés nunca. Conforme iba diciendo esas frases, me iba desesperando cada vez más. Mi reacción no se hizo esperar, tiré el papel con un desprecio y un cabreo fuera de lo normal.
No estaba en mis planes guardar ese papel. Mi intención era salir de allí. Ya pensaría más tarde, cual sería mi nueva táctica. Pero entonces, de repente, al mirar fugazmente hacia atrás, descubrí que en el reverso del papel había escrito algo. ¡Qué tonto! ¡Tonto no!, retonto, tonto superlativo, en un concurso de tontos gano el primer premio seguro, con diferencia, me decía a mí mismo. ¡Vaya tela!, con lo normal y cotidiano que es para mí darle la vuelta a un folio en el colegio y mira tú por donde que, entre los nervios y todas las cosas… ¡vaya despiste!
El papel tenía letra de caligrafía y me era bastante familiar. Cuando empecé a leer su contenido rápidamente adiviné que era la letra de mi profesor de lengua, Don Ricardo. En el papel solamente decía: “Si quieres que te ayude, lo indispensable es poner de tu parte, recuerda lo que siempre digo en clase, debes aprender a leer los acontecimientos de la vida, así lo comprenderás todo, piensa por ti mismo, sólo así podré ayudarte, busca la llave”
Me quedé de piedra, todo desierto, nadie a mí alrededor, mi colegio convertido en un solar desastroso y mientras tanto, yo aquí leyendo unas frases de mi tutor, que ni siquiera podía asegurar que fuesen para mí. En ningún lugar del texto aparecía mi nombre escrito, ni una alusión a mi persona, sólo esas frases donde por fin algo quedaba claro. Hacían referencia a mi clase, bueno, a las clases de Lengua Española que impartía Don Ricardo.
“Piensa por ti mismo”. Una sonrisa algo cínica dibujaba mi rostro cuando recordaba ese fragmento del texto, ¡pues claro! ¿Cómo iba a pensar? ¿Con quién? ¡Si en verdad estaba solo! ¡Más solo que la una!
Ya algo tenía, intenté relajarme y organizar mi cabeza con la información que poseía, no era mucho, es cierto, pero por lo menos podía empezar con algo. La situación hasta ahora era desbordante pues no había manera de comprender nada. Ya al menos, tenía un punto de partida. La frase de Don Rodrigo: “sólo existirá lo que comprenda, sólo comprenderá si aprende a leer la vida” y el texto escrito por Don Ricardo guardaban relación, figuraban palabras como comprender, aprender, leer. Todo sonaba al colegio. Y allí estaba yo, intentando afrontar esta situación, que poco a poco ya iba asimilando, con cierta filosofía, todo hay que decirlo. No me quedaba otra.
Guardé el papel, lo doblé por la mitad y lo metí en el bolsillo del chaquetón. El peso de la cartera empezaba a hacer mella sobre mí. El cansancio se iba acumulando, así que decidí descansar un poco. Si mi orientación no me fallaba, me senté en el suelo en el espacio de solar donde antiguamente (bueno sólo había pasado un día, pero para mí ya era toda una eternidad) estaba el famoso “campo verde”, escenario de competiciones deportivas, antológicos partidos de bandera, espectaculares juegos y divertidísimos ratos con mis amigos, allí solté la cartera y miré al cielo, estaba el día totalmente despejado, ni una nube. Divisé el horizonte buscando esas respuestas auténticas que citaba Don Ricardo en su texto, cuando de repente…
CONTINUARÁ...
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